De la demagogia a la democracia en la participación ciudadana del desarrollo urbano

Por Ignacio Kunz Bolaños
UNAM

El tema de la participación ciudadana se convirtió desde hace más de 3 décadas en un valor per se de las políticas públicas. La participación ciudadana se ha usado como un elemento legitimador de la acción de Estado a tal  grado que llevó a una reforma constitucional y a la promulgación de la ley de Planeación en el año de 1983, que dedica su Capítulo Tercero a la Participación Social . Pero a casi 31 años de la implantación de estas ideas en la política pública mexicana, y poco después, en los códigos de valor de muchos de los “planificadores” y académicos de este país, cabe hacerse algunas preguntas ¿realmente tenemos una planeación democrática en nuestro México? ¿cuál es el significado de la consulta pública que es el baluarte metodológico de la planeación democrática?

En este breve artículo se pretende argumentar que la planeación democrática no es un asunto tan simple, ya que desde el punto de vista técnico existen una serie de retos que están lejos de resolverse, y que los planificadores mexicanos están lejos de desarrollar una reflexión seria y profunda sobre el tema; mientras que desde el punto de vista político la participación implica un nivel de compromiso que se antoja inconcebible en la práctica de la clase política de nuestro país, casi invariablemente orientada hacia el siguiente escalón de la carrera política.

Tanto en círculos oficiales como en muchos profesionales e incluso académicos se cree (o se quiere hacer creer) que la consulta pública es un componente suficiente para legitimar los planes y programas públicos, sin embargo, en esta reflexión se llega a la conclusión de que la “planeación democrática” y su componente metodológico, la consulta pública, no son mucho más que una farsa del ejercicio del poder en este país, pero aun existiendo un verdadero compromiso con la participación social, las soluciones democráticas resultan muy complejas.

Inclusión

El punto de partida de la reflexión es la definición del “interés colectivo” o “interés general”, todos estamos más o menos de acuerdo de que se trata del interés de todos, el problema es quiénes son los “todos”, para algunos problemas de política pública puede haber una amplia pero aparente coincidencia en lo que todos queremos, por ejemplo, todos queremos mejorar la calidad de vida de nuestras ciudades, así la mejora en los estándares de vida es un tema de interés colectivo en el que hay aparentemente un fácil acuerdo; pero otros temas como la priorización de la inversión pública seguramente dará lugar a muchas y profundad diferencias, ¿quiénes deben definir esas prioridades? La respuesta debería , en una lógica democrática todos, no pueden justificarse exclusiones, entonces el problema es ¿cómo lograr los consensos?. Así el primer problema es el de la inclusión que en realidad se traduce en un problema de construcción de consensos. Incluso en los temas en los que, como dije antes, hay un aparente acuerdo, como elevar la calidad de vida de una sociedad o mejorar la educación, las estrategias que se requieren para lograrlo son tan complejas que implican una gran diversidad de acciones que no suponen una garantía de cumplimiento de los objetivos, por lo que surgen diferencias sobre los caminos a seguir. En esta  ruptura de concepciones existen elementos ideológicos, de percepción, de cultura, de información, de perspectiva profesional y de interés individual, por citar solo algunos. Mientras había una plena coincidencia en el qué  aparecen grandes divergencias en los cómos, lo cual supone un primer desquebrajamiento de la idea de interés común. A este segundo  problema podemos llamarlo de diversidad.

Los problemas de diversidad son muy comunes en el desarrollo urbano ya que en mucho temas no existe coincidencia ni siquiera de los “qués”,  no existe ese elemento todos, sino que algunos piensan que debe hacerse A y otros que deben hacerse B y quizá algunos más optan por C. Por ejemplo con los cambios de uso del suelo, donde por un lado una comunidad, quizá algunos vecinos se oponen al cambio de uso del suelo, mientras que otro grupo, como podrían ser desarrolladores inmobiliarios y otros vecinos, están a favor del cambio. ¿Quién debe decidir? Una respuesta simple, que en la actualidad fácilmente se adopta para simular una postura de avanzada (“el deber pensar”  de los planificadores y urbanistas) sería los vecinos: son ellos quienes deben decidir. Pero al menos yo no estaría tan seguro de que la respuesta deba ser automáticamente así.

Otro ejemplo de discordancia por la diversidad de opiniones se da respecto a la naturaleza de la inversión en movilidad, mientras unos ven con buenos ojos la inversión en infraestructura vial para el transporte privado, quizá un tercio de los ciudadanos, los inversionistas y los gobiernos municipales y estatales que suelen inclinarse por este tipo de inversión, otros preferirán la inversión en transportación pública, quizá alrededor de dos tercios en las ciudades mexicanas, y aquí no hay muchos adherentes, aunque parezca increíble ni los mismos transportistas ven con buenos ojos la mejora del servicio. ¿Quién debe decidir?

Quizá algunos de nosotros nos inclinemos por una u otra solución en estos dos ejemplos, incluso quizá podemos pensar que ¿cómo es posible siquiera dudar? cuando las respuestas obvias son los vecinos deben decidir en el primer caso, y la inversión en el transporte público es lo correcto en el segundo.

Existe un tercer tipo de problema, que podemos llamar de escala, se presenta cuando la decisión de una comunidad, que puede estar bien consensada y ser legítima, entra en conflicto con otro nivel de interés, quizá de una escala menor (mayor territorio). Un excelente ejemplo es el caso de Atenco y el nuevo aeropuerto de la ciudad de México. La comunidad, léase los vecinos, estaban en contra del proyecto y tenían razones legítimas, pero el aeropuerto era una necesidad para ciudad, otra vez, ¿Quién decide? Regreso al caso de los vecinos y el cambio de uso del suelo, es legítimo que los vecinos quieran conservar el carácter residencial de una colonia, pero igual que el aeropuerto, puede ser una necesidad y conveniente para la ciudad su transformación comercial; los vecindarios no son para siempre, si no hay transformaciones envejecen y se deterioran.

Estaríamos de acuerdo en que si los vecinos siempre tuvieran la facultad de decidir no habría en las ciudades: gasolineras, hospitales de emergencia, zonas industriales, estaciones de transporte, instituciones de educación superior, procuradurías de justicias y muchas más, incluso muchas formas de comercio y oficinas, y habrá que reconocer que es natural, nadie quiere ser vecinos de actividades de ese tipo, fenómeno conocido en inglés “not in my back yard” (no en mi patio trasero) , pero también habría que darse cuenta que esa postura va en contra de los intereses de una comunidad mayor, del conjunto de la ciudad, no sólo porque esas actividades son necesarias para la ciudad sino porque son base de la economía e importantes en la generación de empleo. En este problema de escalas, mientras algunas cosas son deseables a cierta escala, por ejemplo, a nivel de ciudad, no son deseables a otra escala, como el vecindario,

Un cuarto problema es de información – conocimiento, muchos de los temas del desarrollo urbano suponen un nivel especializado de conocimiento técnico, lo que para muchos parece obvio puede resultar en una trampa, que muchas veces va en contra de sus propios intereses, a veces lo conveniente en el corto plazo es poco deseable en el largo plazo, por lo que no es sencillo contar con opiniones informadas, ni siquiera entre “especialistas” a veces porque hay diferencias de teóricas o ideológicas, a veces porque no son tan especialistas.

En síntesis tenemos al menos cuatro problemas técnicos con la participación: el de la inclusión de actores en condiciones de equidad; el de la conformación de una opinión ciudadana; el de la articulación de escalas; y el de la solvencia técnica.

Junto a estos problemas técnicos aparecen lo de naturaleza política, que en mi opinión, son mucho más complejos que los ya de suyo complicados problemas técnicos. Es cierto que la diferencia no es del todo clara, de hecho, todos éstos se traducen en una cuestión política por los   conflictos de intereses, incluso resolviendo el asunto de la información y hasta el de la identificación de lo mejor para la mayoría.

Habrá que reconocer que la esfera pública, la del interés general, es resultado de la concurrencia de las esferas privadas; en un primer momento en la historia la participación ciudadana fue resultado de las negociaciones de grupos privados con el Estado. Algunas sociedades han logrado una mayor inclusión de los diversos grupos privados y condiciones  más o menos equitativas en la participación de esos grupos, pero en otras sociedades, como la nuestra, la participación y la capacidad de influir en la decisiones de política pública sigue limitada a ciertos grupos de poder que junto con el Estado conforman un régimen urbano, esto es la manera en que se desarrolla la política sobre la ciudad. Es muy ingenuo pensar en que son los planificadores, y aún más, que son los ciudadanos lo que configuran las políticas a seguir en una ciudad, son otra las fuerzas, lo que algunos colegas llaman los poderes fácticos, los que han ido configurando estas decisiones en nuestro país. Y esto no es un asunto circunstancial, las cosas no son así porque simplemente se dieron, existen fuertes intereses políticos y económicos para que así sea, hay conciencia y convicción de ello, conviene a Estado y a esos grupos de poder, y lógicamente no les resulta atractivo crear un espacio público (en el sentido de Habermas) para la construcción de una visión común y compartida de nuestra sociedad, en nuestro caso, de nuestra ciudad, por eso se privilegian las consultas públicas que desde hace 30 años han servido para nada, por eso se evade la actualización del marco jurídico institucional del desarrollo urbano, por eso se omite la elaboración de reglamentos municipales y por eso siempre se encuentran formas, sobre todo a través de los ayuntamientos, de ignorar o modificar lo dispuesto en los programas de desarrollo urbano,  y por eso, teniendo la posibilidad de tener una planeación urbana sustentable que resguarde el futuro de nuestras ciudades, se privilegia el urbanismo de jardineras, luminarias y pavimentos, para el cuál la participación ciudadana es inocua.

Las preguntas que nos queda son:  ¿Existe solución? ¿Qué alternativas tenemos los ciudadanos? ¿Cuáles son los caminos que se pueden seguir?

El reto es construir consensos a través de una participación informada en el sentido de conocer las implicaciones, alcances y limitaciones de las propuestas; incluyente, en el sentido de reconocer la diversidad de actores independientemente de su condición política o social; equitativa, en el sentido de que todas las opiniones sean consideradas sin importar la fuerza económica o política de sus autores;  y responsable, en el sentido de que la construcción y operación de las políticas y acciones públicas no es solo una cuestión de opinión sino de participación responsable en todo el proceso. No es una tarea fácil, y obviamente la iniciativa no va a provenir de los gobiernos ni de los actores privados que ahora disfrutan del privilegio de configurar y obtener beneficios de las políticas públicas, por el contrario, la iniciativa tiene que venir de la propia sociedad creando espacios de discusión e intercambio de ideas.

La verdadera participación ciudadana no se logrará a través de las consultas públicas sino por medio de estos espacios, los verdaderos espacios públicos, espacios de comunicación y construcción de una visión común.